Las montañas mantienen una fascinación incluso para aquellos que no les gusta las alturas. En las tradiciones religiosas las montañas devienen en lugares sagrados – desde el Horeb hasta el Ularulu.
Al escalar los Himalayas podrías tener un momento blakeano (de William Blake) y brevemente ver las montañas como olas, sólo aparentemente sólidas, pero realmente como todo lo demás en el universo, fluyendo energía. Las cimas de las montañas son los puntos de encuentro de la tierra y el cielo, donde lo que es visible y tangible toca y desaparece en lo etéreo y transparente. Quizás Moisés en el Horeb tuvo una experiencia similar cuando se acercó a la zarza ardiente y el gran YO SOY se dirigió a él. Pero lo sagrado fácilmente se convierte en territorial como la no tan santa “Tierra Santa” largamente ha mostrado. En la nueva interpretación eclesial de Cristo nosotros ya no identificamos adoración con espacios sagrados – “esta montaña o Jerusalén”, como Jesús le dijo a la mujer en el pozo. La adoración es hoy “en espíritu y verdad”. De un golpe, nuestras justificaciones o argumentos para derramar sangre o actuar injustamente en el nombre de la religión han sido dispensados por nosotros mismos. Caemos en el misterio del Dios vivo, no en nuestra imagen de Dios.
Nuestras prácticas espirituales de Cuaresma deben mejorar esta manera de ver. Si nos apegamos a ellas por su propio bien, o renunciamos a ellas porque nos aburrimos, o fallamos en recomenzarlas en el momento correcto, entonces por supuesto ellas no pueden tener más este potencial.
Laurence Freeman