Si pecar fuese sinónimo de infringir normas, ser bueno sería mucho más fácil. Podríamos cambiar las reglas o jugar al policía bueno o malo con nosotros mismos. La más profunda revelación moral de la fé cristiana - premisa que todavía no ha conseguido penetrar las mentes y los corazones de muchos cristianos – es que el pecado no equivale a comportamiento ilegal ni a violación de decretos divinos. No ha de asociarse, por lo tanto, con el castigo, sino, por el contrario, con -la palabra “gracia”. La gracia es un regalo realmente gratuito (todos sabemos lo que es recibir algo gratis en una tienda, ¿verdad?) que no creemos merecer. La experiencia vital más próxima o cercana a la gracia es la percepción de que alguien nos quiere de verdad – “¿Y por qué a mí?, pensamos - hay que estar loco”. Bueno, pues sí, efectivamente, Dios está un poco loco, desde nuestro punto de vista humano. En “La nube del no-saber” leemos que el trabajo de la meditación “seca la raíz del pecado de nuestro interior”. También que el pecado se siente como una especie de bulto pesado dentro de nosotros. La sensación de separación, de auto-aislamiento, de dificultad a la hora de ser nosotros mismos, de estar haciendo aquello que preferíamos no hacer, de inadecuación o de falta de mérito. A ver quién desea enfrentarse a todo esto, ¿verdad? ¿Por qué no permanecer en la superficie de las cosas, continuar viviendo tranquilamente, y ayudar a otros de vez en cuando? Inténtenlo… Verás como no funciona. Algo – llámalo “gracia”, también, si quieres – nos impulsa hacia ese trabajo de desmantelado, desarraigo y destrucción del muy arraigado sentido de “ausencia de amor”, que viene a ser, en última instancia, la causa de toda la inhumanidad de nuestro mundo. La Cuaresma es un periodo en el que nos podemos permitir la indulgencia de centrarnos en este trabajo personal; y nos daremos cuenta de que no se trata de trabajo egocéntrico – como quizás nos pueda hacer pensar nuestra mente – sino de todo lo contrario. La señal de que estamos inmersos en este auto-trabajo es que no nos flagelamos a nosotros mismos ni a los demás, por nuestro fracaso ni por nuestras fallas. Nos hacemos menos críticos; dejamos de actuar como si lo supiéramos todo, como si fuéramos Dios. Nos hacemos más nosotros mismos, esto es, más compasivos y misericordiosos. Más parecidos a Cristo.
Laurence Freeman